Cuando la Toña murió,
toda la casa se llenó de dudas. Nadie sabía mucho sobre ella, aparte que llegó
a sus 14 años a servir a la abuela. No sabían si tenía familiares. Nadie en
esos 50 años se tomó la molestia de preguntarle. La única que podría decir algo
era la abuela, pero hace muchos años el alzheimer le había quitado sus
recuerdos.
La Toña fue una mujer
bajita y morena, a sus 64 años no tenía canas visibles en su cabeza. De caminar
fuerte y ágil. Siempre un paso adelante a cualquier necesidad de los miembros
de la familia. Era también guardiana de secretos.
Todo el tiempo atenta.
Siempre escuchaba y observaba, pero nunca opinaba. Nadie pedía su opinión.
Seguramente su única amiga real fue la abuela, y cuando esta la olvidó por su
enfermedad, prefirió morir.
La encontraron ya fría,
sobre la cama, en su cuarto al fondo de la casa. Notaron su ausencia al no
encontrar el café recién hecho por la mañana. Fortuna, la perra de la casa, no quiso
salir del cuarto de la Toña el día que la enterraron. Lloró y gimió mucho
tiempo, hasta que la Toña se la llevó con ella.